Dos: Bienvenido al Mirador de la Condesa




EL DETECTIVE LEYÓ EL GIGANTESCO CARTEL PINTADO sobre una chapa que empezaba a estar comida por el óxido. Chalets pareados, adosados, parcelas de tantos metros, engañosas amabilidades a la hora del pago.


Bajo el orgulloso emblema de la promotora, la imagen de una arcadia generada por ordenador; ideal para familias dispuestas a entramparse más allá de la eternidad.


Avanzó Zurano por una calleja polvorienta que parecía la pista de aterrizaje de un aeropuerto perdido en Cachemira. De tanto en tanto, casitas que eran la imagen perfecta de un sueño truncado en plena edad de la inocencia: ventanas desorbitadas, tabiques mancillados por torpes plastas de cemento seco, abortos urbanísticos sobre los que empezaba a crecer la mala hierba de la crisis económica.

Pronto, localizó la casa que buscaba. Aparcó el coche en las cercanías y, antes de encaminarse a la puerta, la observó desde lejos con el cariño que se reserva a los logros de los hijos. El jardín perfectamente cuidado, las ventanas relucientes. Por no faltar, no faltaba ni el imprescindible enano de fibra de vidrio guardando la puerta de entrada. Si no hubiera sido por las rejas disuasorias de la planta baja (la huella más indudable de la presencia de mafias del este por la zona) se hubiera podido pensar en un universo plastificado, listo para el consumo de un ama de casa preocupada solamente por lograr una colada de blancura fuera de este mundo.


Fue entonces cuando Zurano se escuchó decir, en el fondo de su memoria, la frase mágica, como una fórmula que hubiese regresado, incólume y precisa, desde las profundidades quietas del pasado.


“Qué, ¿Salimos a buscar hombres de treinta años?”


Eso le había dicho, aquella olímpica noche del noventa y dos, a un amigo cuya cara las décadas habían borrado. Veinte años cumplidos, sensación de inmortalidad, una vida llena de sueños felices por delante.

Rafa y el detective se habían conocido en un bar de Chueca en un verano en el que sonó mucho, demasiado quizá, aquella tontería del “Amigos para Siempre” ¿Habían sido amigos? ¿Eran amigos aún?¿Entiende esa clase de amistad de eternidades? El detective suspiró, incapaz de encontrar una respuesta convincente.


Su relación con Rafa, entonces un apolo metropolitano que saboreaba la plenitud de sus treinta años, había durado casi nueve meses de idas y venidas, de infidelidades mútuas y de mútuos perdones; aliñados semanas esporádicas de playa en alguno de los paraísos de esta tierra. Luego, se había desatado con la facilidad con que se disuelven los vínculos en esas épocas de la vida en las que parece que todo (aún)  tiene  arreglo.


Sin embargo, quizá por la perseverancia de Rafa en no querer dejar morir el contacto, los dos hombres habían conseguido mantener algo parecido al recuerdo latente de aquel amor. Un vínculo hecho de correos electrónicos navideños y cervezas veraniegas que, andando el tiempo, los dos habían dejado de asociar con la relación tormentosa pero inofensiva que alguna vez les había unido.


Los años habían puesto a Rafa al frente de un aburridísimo negocio familiar, siempre amenazado por la estrechez y la quiebra. Por su parte, Zurano había presenciado casi sin darse cuenta la decadencia de aquel cuerpo cuya desnudez, antaño, le había producido la incredulidad que es siempre el primer aguijonazo del deseo. En cada cita, el buen Rafa, el Rafa cereal, se había ido aproximando al estereotipo entrañable de una madurez alopécica. El detective había ido constatando la aparición de grasa en la zona baja del abdómen, la llegada de las bolsas bajo los ojos, vestigio de las largas noches en vela junto a la madre enferma de Alzheimer; la progresiva apertura de dos surcos a los lados de la boca, que le habían prestado a la sonrisa la calidad melancólica de una rendición que hubiese llegado antes de que comenzase la batalla.


Escoltado por estos pensamientos agridulces,  el detective alcanzó la puerta de entrada, llamó al timbre y esperó. El sol, claudicante, impotente ya para calentar la tierra, se ahogó en un mar de frialdad crepuscular.








DESPUÉS DE SALUDARLE EFUSIVAMENTE, Rafa guió a Zurano a través de un interior lleno de curvas que, de alguna forma, reflejaban lo mullido de su personalidad. Al llegar a un saloncito amueblado con un buen gusto estándar, el dueño de la casa señaló un cómodo butacón de piel, cerca de un sofá en el que él mismo tomó asiento, y luego se sumió en un silencio puntuado por sonrisas nerviosas, como si Zurano fuese un enfermo terminal acuciado por profundas zozobras espirituales.


El detective también sonrió, aunque con más tranquilidad, y se esforzó en encontrar puntos de anclaje para la complicidad antigua. No tardó en encontrarlos. El ambiente se distendió lo suficiente para que Rafa empezase a pedir perdón.


-Esto está un poco lejos. Teníamos que haber quedado en Madrid.


El detective le quitó importancia a la lejanía geográfica y ponderó otras cualidades de la localización del chalet, como la tranquilidad. Justo en ese momento, se oyó el restallante sonido del motor de un cart, que un desaprensivo hizo bajar a toda velocidad por la calle desierta. Rafa pareció a punto de perder los nervios.


-Me van a volver loco los niñatos estos. Todas las noches igual. Pero es que Jose y yo queríamos una casa grande. Y claro, en Madrid...No nos la hubiésemos podido permitir. Así que empezamos a abrir el radio de búsqueda hasta...Bueno, hasta...

Así dicho, pensó el detective, parecía que la operación no se había producido por ese picor que acomete a todos los recién casados, sino por una decisión tomada con criterios científicos, fríos, ponderados. Rafa se encogió de hombros y volvió a hablar consigo mismo:


-Claro que si Jose hubiera tenido un trabajo mejor...Pero ganaba novecientos cincuenta euros y con eso...


Al detective volvió a sorprenderle que su amigo hablase del novio ausente como quien hace recuento de las virtudes congeladas de un muerto. Al intuir lo que pensaba, Rafa suspiró.


Zurano se dio cuenta solo entonces de que Jose se encontraba presente en forma de una decena de imágenes colocadas por la habitación. Un hombre ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, más bien simpático; de apariencia hacendosa. La clase de tipo con todos los números para hacer nacer en Rafa una pasión capaz de llevarle a comprar un chalet en el culo del mundo.

Próximo capítulo: el lado izquierdo

5 comentarios:

  1. Gracias por compartir tu novela. ¡Me gusta!

    Vuelvo el próximo viernes.

    Un abrazo

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  2. Hey, Paco, no había visto tu nueva odisea literaria. No sé por qué usé la expresión odisea, pero supongo que algo tendrá de eso cualquier cosa que uno escriba. Estaré muy pendiente de las andanzas del detective Zurano.

    Rafa (otro Rafa, jeje)

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  3. =) Me gustó el final. Parecía un gran tipo José.

    Besos, Paco. Hasta el viernes =)

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  4. Hola!

    Gracias por vuestros comentarios (ahora más, porque este blog está empezando).

    A Maria: me alegro de que te guste mi novela :-) el viernes, más.

    A Rafa: Jajaja. Exactamente es una odisea. Decía Margerite Yourcenar que escribir un libro es tirarse al mar sin saber si uno llegará a la otra orilla. A ver si hay suerte y yo llego :-) Me alegra saber que estarás ahí.

    Un abrazo :-)

    A La Chica de la Farmacia: el viernes te espero :)

    Saludos a todos

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