Once: El lecho nupcial (primera parte)


El Volkswagen Polo rojo de Javi paró frente a él veinte minutos después, cuando empezaron a caer los primeros goterones de tormenta Abrió el chico la ventanilla del conductor y le invitó a subir al coche. Lo hizo el detective y recibió como recompensa un beso más breve que otras veces. Dedujo Zurano que pasaba algo, impresión que quedó confirmada por el obstinado silencio del muchacho mientras callejeaba buscando aparcamiento. No peguntó el detective sin embargo, y dejó que la radio siguiese emitiendo un ruido electrónico apenas soportable que el chico insistía en confundir con la música.

Diez: Políticas educativas domésticas

Futbolista




AÚN SE VEÍAN ALGUNAS GRÚAS , pero estaba claro que el barrio estaba terminado. Los antiguos trigales mesetarios habían sido sustituidos por una sucesión de manzanas de edificios que albergaban una piscina comunitaria. Fortalezas de apariencia doméstica en con un corazón de agua latiendo en su interior.
Junto con el derecho a sentirse ricos los vecinos habían adquirido el dudoso privilegio de sentirse inseguros. Cada fortaleza contaba con su correspondiente garita en la que un guardia uniformado velaba porque todo el que accediese al interior estuviera al tanto del santo y seña.

Nueve: La cándida adolescencia


POCAS VECES PENSABA ZURANO EN su niñez y su adolescencia. Después de haberlas sentido durante mucho tiempo como fuentes de amargo dolor, había conseguido llegar a verlas casi como incidentes que le hubiesen sucedido a otra persona.
Sin embargo, aquela entrega voluntaria al olvido tenía sus momentos de quiebra. Volvían entonces los fantasmas del pasado, formando una procesión de melancólicas estampas que el detective no hacía nada por apartar de su imaginación. Bastaba a veces muy poca cosa para romper los diques del recuerdo.

Ocho: Hasta luego, Carlos



-Qué pasa, ¿Ya no saludas?

El detective quedó momentáneamente descolocado:

-¿Nos conocemos?

El otro aludió entonces a una remota noche de alcohol durante la cual, supuestamente, Zurano había demostrado un interés hacia él que había rebasado los límites de la cortesía. Dudó el detective de haber estado nunca tan borracho pero, por si acaso, exploró en su memoria en busca de algún rastro de la desnudez de aquel tipo. No lo encontró.

-¿Y qué tal por aquí? No te habrán contratado. He oído que en logística necesitaban a alguien –el saco de huesos hizo una pausa dramática, removió el café y luego suspiró con el meñique enhiesto- ¡En logística siempre necesitan a alguien! Es el departamento maldito.

Negó Zurano que fuese a engrosar la plantilla de SOGENAL y el otro sintió sentirse decepcionado. Tras esto, y sin que mediara provocación previa por parte de Zurano, se lanzó a comunicarle al detective toda la información que consideró necesaria sobre las interioridades de la empresa.

En dos tiempos:

En el primero, en lo que hubiera podido llamarse la fase de autoprestigiamiento, nuestro hombre reivindicó su categoría de ser humano mejor informado sobre todas aquellas circunstancias que merecía la pena saber. Cualquiera que fuese su naturaleza.

La fase dos empezó con una presentación sistemática de personajes y las relaciones que guardaban entre ellos, para luego lanzarse a tumba abierta a la exposición propiamente dicha del saber acumulado.

Zurano, asombrado de que la ingestión de un café diera para semejante frenesí pormenorizador, dejó hablar al desconocido a la espera de que rozase siquiera el motivo de su presencia en aquel cuartucho subterráneo. No tardó el tipo en hacerlo porque, a juicio se su informante, SOGENAL era una empresa monolíticamente aburrida en la que sólo el departamento de logística era capaz de proporcionar cierta diversión.

Observó asimismo Zurano que, al igual que ocurre con el adjetivo “gitano” en la letra de ciertas rumbas, el desconocido utilizaba la palabra gay para calificar todo aquello que le parecía digno de elogio, mientras que motejaba de “antigay” todo aquello que se le hacía difícil de soportar; en frases de la forma “No te puedes imaginar: esta empresa es lo más antigay del mundo”.

Así, supo Zurano que, en el plazo de cuatro años, cinco personas habían pasado por el puesto que Jose había ocupado. También que Jose, por enigmáticas razones, había durado más tiempo que los otros. Al desconocido no se le alcanzaba cómo esto había podido ser posible y, a pesar de que se consideraba un pozo de información viviente, aquel misterio había seguido resistiéndosele.

Al poco, pensó el detective que escuchar aquella conversación hubiera supuesto un hondo disgusto para su amigo Rafa: Garganta Profunda no sólo estaba al corriente de la homosexualidad de Jose, sino que se apresuró a ponerle al cabo de la calle a propósito de supuestas canas al aire con otros miembros de la plantilla de SOGENAL que acudían puntualmente cada año al desfile del Orgullo Gay. Ninguno, en cualquier caso, suficientemente influyente como para tapar durante un año entero la escandalosa incompetencia de Jose para el puesto que desempeñaba. Incompetencia que era vox populi en el seno de la empresa. Tomó nota Zurano de aquella paradoja, después de poner en cuarentena aquellas partes del relajo que le parecieron exageradas por su interlocutor.

La aparición de una tercera persona, sin embargo, rompió bruscamente el hilo de las reflexiones del desconocido y provocó el estallido de un silencio que el recién llegado no tuvo más remedio que advertir, y ante el que reaccionó con cierto azoramiento.

-Buenas, Carlos –dijo el saco de huesos con aire evidentemente servil. El recién llegado respondó amablemente con una voz que evocó inmediatamente un mundo de fundamentales placeres masculinos.

Como siempre le sucedía en ocasiones semejantes, se abandonó Zurano a la perplejidad que produce la bellezas, como un niño que advirtiese su existencia por primera vez. Mientras el recién llegado seleccionaba el tipo de café que iba a tomar, reparó Zurano en los ojos grandes, sombreados por unas pestañas largas, que le prestaban a la mirada una voluptuosa somnolencia, calibró la boca bien formada; la nariz, ligeramente aguileña, los pómulos altos, el pelo intensamente negro. Sin poder evitarlo, suspiró. El saco de huesos le miró con algo de displicencia, lo cual bastó para que el llamado Carlos reparase en la presencia del detective y le ofreciese un café que el detective rechazó educadamente.

Durante la breve conversación, los ojos del hombre quedaron un momento fijos en los del detective, que sintió en su pecho un calor que le devolvió a la caballeresca inocencia de la pubertad. Se avergonzó un tanto Zurano, carraspeó y preguntó por la salida de aquel laberinto que tenía presos a los otros dos por motivos laborales. Mister Mundo se ofreció a acompañarle y Zurano creyó haber llegado a alguna clase de tierra prometida.

El viaje a través de las entrañas de SOGENAL fue esta vez silencioso y agradable. Disfrutó Zurano contemplando la manera en que el cuerpo de su acompañante se movía bajo el traje, la amable humanidad que desprendían sus gestos. Saboreó el placer de sentirse guiado con aquella mezcla peculiar de urbanidad y modestia. Al despedirse de Carlos con un apretón de manos, prolongó el contacto todo lo posible, ante la mirada recelosa de la recepcionsita faldicorta.

Algo avergonzado, Zurano se escuchó decir:

-Hasta luego, Carlos.

El otro sonrió.

-Hasta luego...

-Daniel.

-Exacto: Daniel.

El detective sintió un placer delicioso al escuchar su nombre dicho con tanta sencillez, y le rezó al Dios de las noches solitarias para que el saco de huesos no tuviera razón. Poco antes de separarse, mientras Carlos miraba hacia otra parte, el horrendo desconocido le había señalado con un dedo sarmentoso y había formado con los labios la sentencia fatídica:

“No entiende”

Próximo capítulo: La cándida adolescencia

Siete: La parte desagradable de los viernes


A Zurano no le hizo falta inquirir más detalles. El hombrecillo pareció sumirse en sus pensamientos:

-Un tipo curioso, este Rubio –dijo, y como si se encontrase a solas, sonrió traviesamente. Luego, miró a Zurano: comprenderá usted que no es agradable notificarle a alguien el cese de una relación laboral –Zurano puso cara de hacerse cargo; el otro empezó a contarse los dedos: es una noticia que hay que dar con sumo tacto y, por supuesto, siempre un viernes a última hora...

-No se puede confiar en nadie –gruñó Mínguez.

-No. No se puede confiar en nadie. Sin embargo, cómo le diría, cuando le dije que estaba despedido...Bueno: Rubio pareció aliviado. En realidad, pareció alegrarse con la noticia.

-Claro, Pepe, es que en este puto país nadie quiere trabajar. Todos quieren vivir del subsidio.

Zurano intervino:

-¿Comentó algo a propósito de sus planes?

El hombrecillo relfexionó durante un corto espacio. Luego, dijo:

-Sí: dijo que quería hacer un viaje. Para aprender idiomas. Dijo que quería marcharse de España.

-¿Dijo adónde?

Movió la cabeza el calvo.

-No. Lo siento.




AL SALIR DEL DESPACHO, Zurano encontró a Elvirita limándose una uña con la tranquilidad que da ser la dueña de los secretos del director general. La mujer sonrió de nuevo (dedujo Zurano que las cálidas sonrisas eran su especialidad y uno de sus mayores activos profesionales). Lo hizo como si quisiese recomponer un poco la autoestima del detective, que presumía algo vapuleada tras una estancia de más de media hora en el despacho de su jefe. Sonrió también Zurano y, por toda respuesta y a modo de conciliadora muestra de comprensión, Elvirita levantó los ojos hacia el falso techo de escayola. Preguntó luego en un tono de buena entendedora a la que le sobrasen todas las palabras innecesarias:

-¿Todo bien?

-Sí, sí. Todo bien.

-¿Se las apañará para encontrar la salida?

-Creo que sí.

Sin mucho convencimiento, pero torciendo la cabeza hacia un lado, en un mohín que era un vestigio arqueológico de una belleza que se había marchitado hacía tiempo, añadió Elvirita:

-Si quiere llamo a alguien. Yo...Es que no me puedo mover –y señaló con el pulgar la puerta cerrada del despacho.

-Tranquila.

Emprendió Zurano el viaje de vuelta por el dédalo de corredores desiertos, poniendo atención esta vez a los detalles del camino, como un sioux que se hubiese especializado en leer las huellas en la impoluta moqueta azul. Llegado a un punto, notó el detective cómo la estructura del silencio se volvía un poco menos densa y le pareció escuchar el murmullo producido por la presencia de otros seres inteligentes. Abrió una puerta y se encontró en el descansillo de una escalera con vocación militar frustrada. Bajó Zurano procurando hacer el menor ruido posible y, al hacerlo,  se encontró frente a una máquina de café que rumiaba su soledad resignaa envuelta en un compacto aroma industrial. Tres puertas metálicas pintadas de gris le aconsejaron esperar a que apareciese algún habitante de aquel universo hecho de compartimentos estancos. A los tres minutos surgió un indivíduo alto, huesudo e increíblemente feo que, desde sus dos metros de estatura le dio unos buenos días que sonaron moribundos, como emitidos desde una habitación acolchada.

El recién llegado introdujo en la máquina una cantidad de céntimos directamente proporcional a la calidad del café que esperaba obtener.

Mientras la máquina emitía unos sonidos borboritantes, Zurano se sintió examinado por una disimulada mirada de conocedor que empezó por estudiar sus zapatos, luego su atuendo y, por último, su cara y otras prendas personales. La máquina expulsó un vasito de plástico, lleno de una sustancia viscosa con un lejano parecido con el café y, como si se tratase de una señal, el desconocido sonrió, torció n tanto el cuerpo hacia Zurano y, con un tono que aspiraba a ser seductor, preguntó:

-Qué pasa ¿Ya no saludas?

Próximo capítulo: Hasta luego, Carlos