Nueve: La cándida adolescencia


POCAS VECES PENSABA ZURANO EN su niñez y su adolescencia. Después de haberlas sentido durante mucho tiempo como fuentes de amargo dolor, había conseguido llegar a verlas casi como incidentes que le hubiesen sucedido a otra persona.
Sin embargo, aquela entrega voluntaria al olvido tenía sus momentos de quiebra. Volvían entonces los fantasmas del pasado, formando una procesión de melancólicas estampas que el detective no hacía nada por apartar de su imaginación. Bastaba a veces muy poca cosa para romper los diques del recuerdo.
Caminando hacia el coche, aún con el recuerdo de Carlos aún fresco y fragante en la mente, empezó a tararear Zurano un viejo éxito de las Bananarama. La letra de la canción, que el saco de huesos hubiera calificado de profundamente gay, obró el efecto de transportarle inmediatamente a un aula diminuta, iluminada por macilentos tubos fluorescentes. Unas mesas de formica formando un semicírculo, unas ventanas oscurecidas por un invierno que había aprendido demasiado tarde lo que era la soledad. Y se vio a sí mismo, Zurano el niño silencioso, Dani entonces. Los ojos muy abiertos, el pecho aún inocente hecho un pozo de secretos. En el centro del aula, una australiana gordita y rubicunda que escribía conjugaciones con una letra demasiado bella para ser auténtica. De vez en cuando, la mujer, sin duda una adolescente preciosa atrapada en un cuerpo que no le correspondía, interrumpía su valor para volverse a mirar a la clase, en apariencia preocupada por el progreso de sus alumnos. Sólo Zurano parecía darse cuenta de la verdadera causa.
Sentado en una esquina había un chico de unos diecinueve anyos. Una belleza ignorante de sí misma. Un perfecto mastuerzo que copiaba con letra de judoka unos verbos que nunca llegó a asimilar.Sonrió Zurano al recuerdo del niño que fue y de la profesora intercambiando con él miradas que, entonces, se le habían antonado de mútua comprensión. Pensó Zurano también que, a poco que se busque, en la lista de amores imposibles de un gay siempre hay un hetero mastuerzo al que sueña con domesticar, del mismo modo que Robinson Crusoe le enseñó al cándido Viernes a manejar correctamente la paleta del pescado.
Aquella, recordó Zurano, fue la primera vez que sintió un interés semejante. Una fruición que, entonces, no había tenido nada que ver con el sexo. Un amor puro cuyo componente fundamental había sido la sorpresa. La perplejidad de que en un mundo tan sórdido como había sido el de su infancia, pudiera albergar algo tan hermoso; una persona a la que uno pudiera querer seguir mirando hasta más allá de la muerte.
Pensó Zurano asimismo que la decisión de mantener aquellos sentimientos en secreto había sido a la vez instintiva e inteligente. “Todos protegemos lo que nos importa” se dijo mientras le enterneció el recuerdo de sus tardes solitarias esperando con ansiedad el día de la clase nocturna de inglés.
No recordaba cómo se las había arreglado para, en los minutos previos, irse acercando poco a poco a aquel ser que le parecía resplandeciente. Nunca le había dirigido la palabra. Sólo se había contentado con sentir la misteriosa calma que irradiaba aquel ser que no sentía las zozobras inherentes a saberse anormal.
Había escuchado sus conversaciones sobre los resultados del fútbol dominical como si hablara de realidades pertenecientes a un mundo feliz que a él le estuviese vedado. Comprendió Zurano que aquel sentimiento, precisamente aquel, era el que más tarde había levantado en su interior un oleaje de dolor. Porque aquel proyecto de adolescente había aceptado sin luchar, con una conformidad que le indignaba, que su vida estaba hecha para ser secreta; que le estarían prohibidos para siempre los placeres de la normalidad, que tendría que estar toda su vida fingiendo. En resumen, que pasaría sus años aprendiendo a vivir con el miedo. Con el mismo pavor que había sentido Rafa al encomendarle aquella investigación. Un terror hacia personas desconocidas, que solo nace en aquellos que se han visto obligados, durante años, a enterrar dentro de sí mismo sus secretos más preciados.
Buscó Zurano en los bolsillos las llaves del coche. Presionó con el pulgar el botón del mando a distancia que bloqueaba el cierre de las puertas y se quedó mirando al vehículo durante un momento; luego, algo avergonzado, abrió la puerta del conductor y se sentó frente al volante, odiándose por haber cedido a la tentación de sentir pena de sí mismo.
Qué habría sido de aquel chico. Había desaparecido de las clases de inglés sin dejar ningún rastro. Sólo un vacío absolutamente involuntario. Durante meses, el adolescente que Zurano había sido, con paciencia, acechó cada esquina de la ciudad fría y árida, anhelando una casualidad que le permitiese verle tan solo una vez. Sin embargo, nunca jamás había vuelto a ponerle la vista encima y se había ido convirtiendo, poco a poco, en una sombra.
Un espectro que se había disuelto en el gris infinito del olvido.

Próximo capítulo: Políticas educativas domésticas

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