Siete: La parte desagradable de los viernes


A Zurano no le hizo falta inquirir más detalles. El hombrecillo pareció sumirse en sus pensamientos:

-Un tipo curioso, este Rubio –dijo, y como si se encontrase a solas, sonrió traviesamente. Luego, miró a Zurano: comprenderá usted que no es agradable notificarle a alguien el cese de una relación laboral –Zurano puso cara de hacerse cargo; el otro empezó a contarse los dedos: es una noticia que hay que dar con sumo tacto y, por supuesto, siempre un viernes a última hora...

-No se puede confiar en nadie –gruñó Mínguez.

-No. No se puede confiar en nadie. Sin embargo, cómo le diría, cuando le dije que estaba despedido...Bueno: Rubio pareció aliviado. En realidad, pareció alegrarse con la noticia.

-Claro, Pepe, es que en este puto país nadie quiere trabajar. Todos quieren vivir del subsidio.

Zurano intervino:

-¿Comentó algo a propósito de sus planes?

El hombrecillo relfexionó durante un corto espacio. Luego, dijo:

-Sí: dijo que quería hacer un viaje. Para aprender idiomas. Dijo que quería marcharse de España.

-¿Dijo adónde?

Movió la cabeza el calvo.

-No. Lo siento.




AL SALIR DEL DESPACHO, Zurano encontró a Elvirita limándose una uña con la tranquilidad que da ser la dueña de los secretos del director general. La mujer sonrió de nuevo (dedujo Zurano que las cálidas sonrisas eran su especialidad y uno de sus mayores activos profesionales). Lo hizo como si quisiese recomponer un poco la autoestima del detective, que presumía algo vapuleada tras una estancia de más de media hora en el despacho de su jefe. Sonrió también Zurano y, por toda respuesta y a modo de conciliadora muestra de comprensión, Elvirita levantó los ojos hacia el falso techo de escayola. Preguntó luego en un tono de buena entendedora a la que le sobrasen todas las palabras innecesarias:

-¿Todo bien?

-Sí, sí. Todo bien.

-¿Se las apañará para encontrar la salida?

-Creo que sí.

Sin mucho convencimiento, pero torciendo la cabeza hacia un lado, en un mohín que era un vestigio arqueológico de una belleza que se había marchitado hacía tiempo, añadió Elvirita:

-Si quiere llamo a alguien. Yo...Es que no me puedo mover –y señaló con el pulgar la puerta cerrada del despacho.

-Tranquila.

Emprendió Zurano el viaje de vuelta por el dédalo de corredores desiertos, poniendo atención esta vez a los detalles del camino, como un sioux que se hubiese especializado en leer las huellas en la impoluta moqueta azul. Llegado a un punto, notó el detective cómo la estructura del silencio se volvía un poco menos densa y le pareció escuchar el murmullo producido por la presencia de otros seres inteligentes. Abrió una puerta y se encontró en el descansillo de una escalera con vocación militar frustrada. Bajó Zurano procurando hacer el menor ruido posible y, al hacerlo,  se encontró frente a una máquina de café que rumiaba su soledad resignaa envuelta en un compacto aroma industrial. Tres puertas metálicas pintadas de gris le aconsejaron esperar a que apareciese algún habitante de aquel universo hecho de compartimentos estancos. A los tres minutos surgió un indivíduo alto, huesudo e increíblemente feo que, desde sus dos metros de estatura le dio unos buenos días que sonaron moribundos, como emitidos desde una habitación acolchada.

El recién llegado introdujo en la máquina una cantidad de céntimos directamente proporcional a la calidad del café que esperaba obtener.

Mientras la máquina emitía unos sonidos borboritantes, Zurano se sintió examinado por una disimulada mirada de conocedor que empezó por estudiar sus zapatos, luego su atuendo y, por último, su cara y otras prendas personales. La máquina expulsó un vasito de plástico, lleno de una sustancia viscosa con un lejano parecido con el café y, como si se tratase de una señal, el desconocido sonrió, torció n tanto el cuerpo hacia Zurano y, con un tono que aspiraba a ser seductor, preguntó:

-Qué pasa ¿Ya no saludas?

Próximo capítulo: Hasta luego, Carlos

1 comentario:

  1. Ohhhhh!

    ¿Sería Carlos (el del próximo capítulo) el que lo saludó?

    :) Falta menos para saberlo. Un beso, Paco.

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