Diez: Políticas educativas domésticas

Futbolista




AÚN SE VEÍAN ALGUNAS GRÚAS , pero estaba claro que el barrio estaba terminado. Los antiguos trigales mesetarios habían sido sustituidos por una sucesión de manzanas de edificios que albergaban una piscina comunitaria. Fortalezas de apariencia doméstica en con un corazón de agua latiendo en su interior.
Junto con el derecho a sentirse ricos los vecinos habían adquirido el dudoso privilegio de sentirse inseguros. Cada fortaleza contaba con su correspondiente garita en la que un guardia uniformado velaba porque todo el que accediese al interior estuviera al tanto del santo y seña.
Zurano aparcó en una de las calles semidesiertas, cerca de una glorieta que el ayuntamiento había desistido de ajardinar. El marco circular de cemento albergaba una mancha de vegetación esteparia, pobretona y montaraz. Zurano se quedó mirándola un momento y luego inició un paseo por aquel barrio tan distinto de los de su infancia. Desde todos los puntos, se veía la mole férrica de la torre de emisiones de una cadena de televisión cercana. Los padres de Javi sin duda habían pensado que la cercanía de la fábrica de sueños añadía a su nuevo hogar un encanto adicional: la posibilidad de que alguien con una cámara se fijase en algún miembro de la familia. Quizá en el mismo Javi, para que terminase así su infinito peregrinar de casting en casting, de productora en productora. Pensó en Javi otra vez, en su vocación evidente de juguete roto, y le agraeció a la edad el haberse dado cuenta de que los sueños nunca se cumplen.
“Sin sueños se vive mucho más tranquilo”
Para hacer tiempo, entró Zurano en el único bar que encontró abierto. Se acodó en la flamante barra y exploró una lujosa vitrina refrigerada llena de declaraciones de amor a la cocina tradicional. Boquerones flotando en oro verde, patatas abrigadas por un ali-oli en el que ningún microbio hubiera osado resistir.
De detrás de una cortina apareció un camarero sudamericano.
-Hola, qué te pongo.
Pidió el detective un café y el sudamericano accionó una máquina con el mismo cuidado que tuviese recién descubierto el misterio del alfabeto. Luego, le sirvió el café como esperando su aprobación de experto. Zurano sonrió y el sudamericano no tardó en inventarse ocupaciones inexistentes, limpiando esto, abrillantando lo otro, como un cachorrillo simpático que sintiese la obligación inaplazable de demostrar que está vivo y que se alegra de estarlo.
Las paredes del local estaban tapizadas de imágenes deportivas y la televisión, a media voz, emitía un programa especializado en airear la intimidad genital de unas personas que se consideraban a sí mismas famosas. El sudamericano interrumpía su ficticia labor de cuando en cuando y miraba la pantalla torciendo un poco la cabeza, no sin perplejidad.
Cuando una de las personas que participaban en el aquelarre televisado acusó a otra de haber practicado una especialidad erótica con una tercera, el camarero suspiró. Buscando el parecer de Zurano, dijo:
-Barato, eh?
Asintió el detective y entonces el camarero se sumió en un monólogo de clara intención moralizante a propósito de la degeneración ética de su país de acogida. Por él se enteró el detective de la situación familiar del sudamericano, explicada en un español sabroso y preciso que aún resaltaba más, por contraste, con la jerga asalvajada y filosa que emitía la televisión. Pensó Zurano sin embargo que los intentos de aquel hombre de aislar a sus hijas de lo que consideraba una fuente de podredumbre moral estaban condenados al fracaso.
“El mal siempre triunfa” pensó el detective, pero, naturalmente, consideró una falta de delicadeza recordárselo a un hombre que había cruzado un océano pensando que hay amaneceres inmunes al cansancio.
-¿Pero le has comido la polla o no?- dijo alguien, con voz ronca, desde el fondo del aparato; y como el presentador de aquel circo de pulgas amaestradas le recordó la antigua obligación, en la actualidad en desuso, de exhibir ante las cámaras un lengujaje correcto, dijo la aludida:
-Yo es que soy mu´clara ¿Me entiendes? Yo hablo como habla el pueblo ¿O no, señoras?
El realizador pinchó un plano de un grupo de viejas ordinarias aplaudiendo arrobadas y el detective sintió que había llegado la hora de pagar. Dejó una propina generosa (“Para la educación de las niñas” ) y luego salió a la calle sobre la que empezaban a emboscarse unos nubarrones que parecían el presagio de una nueva clase, nunca vista, de oscuridad.

Próximo capítulo: El lecho nupcial

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