Uno: Azul Perestroika



LA CIUDAD DORMÍA UNA SIESTA RECOGIDA Y PROVINCIAL.  La luz de agosto, prematuramente dulce, bañaba los edificios que se alzaban a los lados de una gran avenida franquista.

La calle desierta, que desembocaba en la plaza de toros, palpitaba aún con la huella de los sones metálicos de las charangas. En el aire flotaba el olor acre de los churros. De vez en cuando, en el silencio, se tenía la vaga impresión de escuchar los vítores de la afición taurina, los cuales parecían también ecos que brotasen de un sueño, como el ruido del oleaje cuando se está de espaldas al mar.
El espacio deshabitado pertenecía pues a los niños hoscos y a las ancianas que veían la vida pasar detrás de los visillos. Ni los unos ni las otras se fijaron en un hombre que, visiblemente nervioso, se paró frente a una rotonda dominada por un conjunto de metálicos delfines ciegos.


Un reloj electrónico situado al sol, a pocos pasos, marcó las diecisiete veintinueve. El hombre  comprobó que el suyo estaba en hora. Antes de dar la media otro indivíduo, también joven como él, pero indudablemente extranjero, apareció por el otro lado de la plazoleta.

El recién llegado miró con incredulidad la insondable fealdad de la escultura y luego apresuró el paso para dirigirse al encuentro de quien le esperaba. Cuando estuvieron separados por unos pocos metros, el español dio un paso atrás al objeto de evitar un saludo demasiado efusivo. Frente a frente, establecieron una breve conversación en inglés en cuyo curso el extranjero sacó un sobre pequeño y lo depositó en la mano de su interlocutor ¿Mantuvo el contacto durante un tiempo más largo de lo necesario? Puede ser, pero el gesto fugaz actuó sobre el receptor del sobre como una quemadura. El hombre comprobó el contenido.

-Enough? –preguntó el extranjero en un tono que traicionó cierta ansiedad.

El español asintió contando los billetes. El extranjero se aproximó a su interlocutor, pero su movimiento quedó cortado por una mano tendida quizá demasiado firmemente.

Se despidieron de una manera engañosamente protocolaria mientras, en la plaza de toros abarrotada, una banda municipal tocaba un pasodoble. 




EXACTAMENTE COMO ZURANO HABÍA SOSPECHADO, a pocas manzanas del edificio de la Seguridad Social el presunto cojo dejó de serlo.



Con la tranquilidad de quien ignora que está al alcance de un teleobjetivo, se metió la muleta debajo de un sobaco, se tomó su tiempo para localizar una terraza suficientemente soleada, se repantingó en un velador y pidió un café. A través del visor de la cámara, Zurano le vio seguir con la mirada a las muchachas en minifalda y sorber el líquido de la mediana con el refinado placer de quien sabe que estafa y se siente impune. El espectáculo aburrió pronto al detective el cual, una vez comprobó que tenía a buen recaudo las pruebas suficientes para acusar de fraude al falso minusválido, enfocó su teleobjetivo al camarero que le había servido el café, sin duda una pieza mucho más interesante.



De un tiempo a aquella parte el detective se sentía atraído por los hombres jóvenes; y no es que le diera vergüenza, pero comprendía que está atracción no era más que un aviso: el presagio más cierto de la pérdida de la propia juventud, la prefiguración del viejo melancólico que alguna vez sería.



A través del visor de la cámara, auxiliado por una potente lente de trescientos milímetros, espió el detective las idas y venidas del camarero, como quien contempla un espectáculo regocijante e inofensivo. Registró la presencia de un tatuaje tribal en el antebrazo descubierto, una cadena de oro que sobresalía del resplandor de la camisa abierta y, por un momento, incluso creyó distinguir el amable azul ex comunista de unos ojos sombreados por negras pestañas. Estos últimos le hicieron sonreír con la satisfacción de un naturalista que hubiese descubierto un ejemplar perfecto de gorrión común.



A pesar de que el dedo índice estuvo todo el tiempo sobre el disparador, el detective no tomó ninguna fotografía. Intentó evitar pensar que el recuerdo sería mejor que una imagen con los blancos quemados pero se descubrió impotente para hacerlo.



“Zurano, te estás volviendo un puto cursi”, se dijo.



El teléfono móvil, durmiente sobre el asiento del copiloto del coche, comenzó a parpadear anunciando una nueva urgencia.



El detective cogió el aparato aún algo distraído por la presencia lejana, aunque perturbadora, del camarero de los ojos azul perestroika pero, al ver el nombre y la foto que aparecían en la pantalla escuchó dentro de sí una voz que tuvo el poder de devolverle a la realidad. Para intentar acallarla, apretó con decisión la tecla verde.

(Continuará)




4 comentarios:

  1. ASÍ ME GUSTA...NOS DEJAS CON GANAS DE QUE LLEGUE EL PRÓXIMO VIERNES!

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  2. Hola campeón! Me alegro de que te haya gustado. El capítulo próximo ya está escrito :-) Sale el próximo viernes a las 15:07.

    Un abrazo

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  3. :D

    Uuuuuy, ¡comenzó con todo! Me gusta, Paco, te felicito, gracias por compartirlo con esta lectriz.

    Un beso grande.

    PD: Perdón por la demora...

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