Veintitrés: Viena



El hombre apoyó la cabeza en el cristal helado y contempló la ciudad a sus pies. La gigantesca torre de oficinas se alzaba sobre un semicírculo que el canal del Danubio describía al entrar en la ciudad. El río, como una cinta de color mercurio, reflejaba el cielo gris que se cernía sobre una Viena preotoñal.


Absorto en sus pensamientos, el hombre no prestaba mucha antención a las barcazas que se balanceaban ancladas en el Franz Josephs Kai como buques de juguete, ni a los puntos que se afanaban de un lado para otro al nivel de la calle y que costaba identificar con seres humanos. Como cuando era niño, el hombre sintió la necesidad de calmar su agitación interior apoyando la frente ardiente contra el cristal de los ventanales de su despacho. Una habitación grande y espaciosa que daba perfecta fe de su presunto éxito en la vida. Un éxito sin duda meritorio, considerando sobre todo la juventud de su poseedor.

Encima del imponente escritorio había un par de fotografías que mostraban al hombre en contextos amistosos, socialmente confortables. Fotos colocadas encima de la mesa con el objetivo de que la señora de la limpieza o los eventuales visitantes sacasen conclusiones tranquilizadoras a propósito de la vida privada del hombre. Pensadas para que le imaginasen, por ejemplo, practicando deportes lujosos que le aliviasen del estrés producido por ganar un sueldo de varios miles de euros, o reunido con amigos en alguna risueña playa mediterránea en la que la vida no tuviera consecuencias amargas.

En una estantería, una colección completa y visiblemente usada de discos de música sacra.

Una nube más densa que las otras oscureció el resplandor del sol y el hombre pudo ver su reflejo en el cristal de la ventana, provocado por las luces artificiales del despacho (lámparas de espectro completo elegidas cuidadosamente para mitigar la melancolía invernal). Se contempló en su traje gris de buen corte y se sintió, si no guapo, sí por lo menos atractivo. Comprobó en su reflejo que seguía agradablemente delgado y, algo dentro de él, se reveló contra la idea de la gordura, como si fuese una falta socialmente delictiva. Encontró los ojos algo tristes. El pelo, de un rubio ceniciento, algo descuidado. Quizá necesitaba un corte.

La nube reanudó su carrera hacia ninguna parte y el reflejo del hombre, poco a poco, se fue disolviendo. Suspiró.

La puerta del despacho se abrió con un ruido metálico y profesional,  parecido al que hacen los maletines de cuero de los espías de las películas, y el hombre se volvió para ver entrar a un indivíduo ante el que fingió una cordialidad claramente ficticia. La amabilidad convencional de quien sabe que recibirá una mala noticia a corto plazo. El recién llegado se sentó en un cómodo butacón frente al escritorio.

-Qué tal, cómo estás –preguntó, en el mismo tono en el que se le habla a un niño pequeño o a alguien de cuya madurez no se está seguro.

-Bien.

El recién llegado se levantó de un salto, se acercó a la puerta del despacho y la cerró con cuidado.
-He estado hablando con Resl. Está empezando a impacientarse.

-Lo sé, pero no sé nada.

-El último envío está llegando con mucho retraso ¿Qué sabes de tu contacto?

El hombre dudó un poco antes de contestar:

-Nada. Hace tres meses que no sé nada. Pero ya sabes cómo son estas cosas. Quizá...Bueno: quizá se haya visto obligado a mantener un perfil bajo durante una temporada.

-¿Y el otro?

-Qué otro.

-El otro español. El que nos facilitó el contacto.

-También está desaparecido.

-Estamos jodidos. Ya sabes que sin la mercancía no podemos...No podemos seguir...Bueno. Ya sabes.

-Ya.

El recién llegado se acercó a la puerta del despacho.

-¿Crees que nos espían? –dijo el del ventanal.

-No. Pero nunca está de más tomar precauciones.

-Joder, esto parece una puta película de espías.

-Hay mucha gente encabronada con este asunto. Si tú no hubieras...Los españoles no son de fiar.

-Este sí.

-Eugen...

-Este sí –repitió el otro.

El recién llegado le miró con cierta conmiseración y luego se rió algo amargamente.

-¿De qué te ríes?

-Eres una caja de sorpresas.

-¿Y eso?

-Nunca pensé que los maricas pudiérais pensar también sólo con la polla –abrió la puerta y se marchó pasando por delante de una secretaria.

En un cristal biselado,en grandes letras negras,se leía “Konko”.

1 comentario:

  1. La sensación de la frente en el cristal....que detalle.
    Ála, a esperar otra semana-

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