Veinticinco: Sangre de detective



Con expresión algo fastididada, el detective hizo saltar los seguros de las puertas del coche. Dejó salir a Alvar que, desde fuera, le hizo una señal de despedida y se internó de nuevo en la oscuridad de la calle desierta.


Zurano creyó distinguir el sonido de la cancela del edificio al cerrarse y luego se sumió en un silencio perturbado. Será mejor, se dijo, intentar hacer un balance de la información que tienes. Poca cosa, en realidad. El novio de su amigo había desaparecido sin dejar rastro, como si se lo hubiera tragado la tierra. Aparte de su pareja, poca gente parecía triste y a algunas personas, había que reconocerlo, el que José Rubio se hubiera esfumado les había quitado un peso de encima.

Había sin embargo algunas cosas que no encajaban en todo aquel asunto y entre las que, intuía el detective, existía una conexión. En algún punto de toda aquella trama había un hilo que unía a un tipo angustiado por la posibilidad de que un exempleado le sacara del armario, con un entramado de empresas austriaco especializado en todo y en nada, uno de cuyos empleados –era importante- había estado en Madrid.

¿De vacaciones? Aquello era definitivo. Si Eugen Hakinsholz había pisado España como tantos extranjeros deseosos de tortilla de patatas, sangría y sexo latino, la conexión Konko desaparecía. El detective se revolvió intranquilo en el asiento del coche. Pero, si era así ¿Por qué Eugenio le había enviado un mensaje en el que claramente le indicaba que investigase la empresa Konko?

Un coche enfiló la calle desierta en dirección hacia donde se encontraba Zurano. Un vehículo negro, con los cristales tintados. La luz de los faros deslumbró al detective a través del espejo retrovisor. Apenas tuvo tiempo de ver cómo cuatro desconocidos bajaban del vehículo armados con barras de hierro. En un segundo, el parabrisas del coche de Zurano saltó por los aires. El detective se encogió como pudo mientras una lluvia de cristales rotos caía sobre él y un ruido infernal se desataba como una tormenta sobre su coche. Zurano, temblando, notó sorprendido como, a los dos minutos cesaban los golpes. El ruido de unos neumáticos mordiendo el asfalto le dio la primera señal de que el ataque podía haber terminado.

Con el pulso a toda velocidad, temblando aún por la descarga de adrenalina, pasaron aún varios momentos antes de que el detective se atreviese a sacar la cabeza del coche. Para darse cuenta de que la carrocería de su coche se había convertido en una superficie irregular marcada por las cicatrices de la lluvia de golpes que acababa de sufrir.

-Está claro que alguien quiere avisarme –dijo en alto y luego, saliendo del coche, gritó:

-¡Hijoputas! ¡Me cago en vuestra puda madre, joder!

Al segundo, un coche de policía enfiló el callejón y paró junto a él.

-¿Está usted bien?

-¿A usted qué le parece?

-Acompañenos a comisaría, por favor.

En el coche de policía, una agente de barbilla cuadrada y mirada curiosamente impersonal, le pasó un pañuelo de papel.

-Estás echando sangre.





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