Veintiseis: la sombra alargada de la noche


Las comisarías de verdad se parecen poco a las de las series de televisión. Zurano echó un vistazo maquinal al cartel con las fotos de los etarras más buscados, con la secreta esperanza de que, por un milagro del destino, apareciese entre los delincuentes empleado de banca con el que había firmado la hipoteca de su casa. Sin éxito. Eran las tres de la mañana de un jueves cualquiera, su coche estaba destrozado y, en la frente, tenía una herida de la que, de vez en cuando, manaba sangre.


El detective salió a la calle y se subió la cremallera de la cazadora que llevaba puesta. Madrid empezaba a sucumbir a los primeros embates del invierno y un ventarrón húmedo barría las calles. El detective tuvo que callejear durante casi un cuarto de hora hasta llegar a la calle Príncipe de Vergara. Paró un taxi.

-A la plaza de Cibeles –dijo.

Conducía un tipo que, nada más poner a correr el taxímetro, empezó a explicarle que la Gran Vía, antiguamente, se llamaba Jose Antonio, y que a él los cambios de nombre y la ley de Memoria Histórica le habían sentado fatal. Zurano acechó la cara del taxista por el espejo retrovisor y comprobó que el chófer era más joven que él mismo.

-¿A usted que le parece?-preguntó el taxista. Zurano intentó pensar en una respuesta que no fuera mandar a aquel señor a algún lugar muy desagradable pero el desconocido le ahorró el trabajo. Aquel taxista, estaba claro, sólo hacía preguntas retóricas.

Zurano estaba cansado por los nervios, humillado y, por qué no reconocerlo, algo asustado ante el ataque del que había sido objeto. Lo que más le asustaba era que los indivíduos que habían dejado la carrocería de su coche como una pasa habían parado justo en el momento en que deberían haber empezado con él. Estaba claro que alguien le quería enviar una señal.

Al llegar a la esquina del Palacio de Linares, Zurano pidió al taxista que parase. Pagó la carrera y decidió caminar hasta casa. Cuando el taxi se perdió en la lejanía, se detuvo y respiró hondo. Si cerraba los ojos, el ruido escaso del tráfico era como el sonido propicio del mar. Cruzó el paso de cebra de la Capitanía General y dejó atrás el Instituto Cervantes. Cuando iba a entrar en Chueca, sonó su móvil.

Zurano tardó un momento en encontrarlo. Miró el número. Javi.

-¿Sí, dígame?

-Hola –la voz al otro lado del teléfono no era definitivamente la que él estaba esperando.

-¿Javi?

-Oye, ¿Te llamas Daniel?

-Sí, soy yo. Pero...

-¿Dónde estás?

-¿Y se puede saber quién eres tú?

-Mira tío, no me toques los cojones...Yo...-Dani escuchó unos sollozos de fondo. El detective escuchó unos ruidos imposibles de identificar. Los sollozos se ampliaron hasta ocupar todo el espacio de sonido perceptible por el teléfono.

-Dani...Yo...Dani...

-Javi, qué pasa. Dónde estás.

El detective entendió una dirección cercana a su domicilio y se encaminó a buen paso hasta ella. Entró en el bar solitario y se encontró a su novio sentado en el suelo, con el móvil en la mano y llorando bajo la colérica mirada del dueño del establecimiento.

Zurano pensó que hay días en que es mejor no haber nacido.

Se acuclilló junto al muchacho, que le miró aterrorizado y luego escondió su cara en su pecho.

-Te lo llevas, ¿Vale?

-Qué ha hecho.

Zurano reparó entonces en que Javi tenía dos cortes poco profundos en las muñecas.

-Te lo llevas –repitió el dueño del bar.

-Venga Javi, levántate.

-Pero Dani, yo…Yo…

-Venga Javi, levántate. Vamos a casa.

Zurano cargó como pudo con Javi y luego se dirigió al dueño del bar.

-Qué te debo.

El otro dulcificó un poco el tono de voz.

-Nada, nada. Venga, llévatelo.

-Oye, que gracias por llamar.

-Nada. Venga, que tengo que cerrar.

Zurano, sudoroso y cansado, buscó con la vista la cazadora de Javi, se la puso y luego cargó con él hasta la puerta del bar. Cuando salieron a la calle, sonaba “Like a Prayer” de Madonna.





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