Cinco: SOGENAL



SI LOS ARQUITECTOS QUE HABÍAN PROYECTADO LA SEDE CENTRAL DE SOGENAL creían en los edificios-manifiesto, había que reconocer que su obra era toda una declaración de intenciones.

La mole blanca, aproximadamente cública, con ventanas destellantes de un azul tecnológico, había sido levantada utilizando los mismos materiales baratos que componían los edificios que la rodeaban. Sin embargo, algo en sus líneas revelaba la soberbia con la que los porpietarios miraban a los otros ocupantes del Polígono Industrial Tres Cruces.

Zurano se temió que, intencionadamente, la fábrica había sido proyectada para componer, junto con los edificios adyacentes, una imagen parecida a esos gráficos con los que los nazis pretendían ilustrar la rubicunda superioridad de la raza aria.


El detective no tenía demasiadas esperanzas de obtener resultados propicios, pero una visita al puesto de trabajo del desaparecido parecía obligada. Rafa le había encarecido en cualquier caso que debía ocultar algunos detalles de su investigación.

-En su empresa, nadie sabe que Jose es gay.

No había servido de nada tratar de convencerle de que, dadas las circunstancias, se trataba de un detalle insignificante. En cualquier caso, al detective le molestaba el olor del miedo y lo había sentido, inconfundible, cuando su amigo le había recomendado la máxima prudencia.

Atravesó Zurano un aparcamiento en el que cuatro berlinas iguales de alta gama dormían su sueño de cachalotes acharolados. Se encontró frente a una puerta desproporcionadamente pequeña y tocó un timbre que no emitió ningún sonido. Al cabo de un corto espacio, una voz sordamente recortada salió del altavoz del interfono:

-¿Sogenalbuenosdíasdigamé?

-Daniel Zurano, buenos días. Tengo una cita con el señor Mínguez.

Por toda respuesta, sonó un zumbido por el que el detective se supo admitido a la intimidad del Sancta Sanctorum.

Nada más trasponer el umbral, Zurano fue abordado por una chica joven vestida de manera rabiosamente impersonal. La mujer, que parecía la locutora de continuidad del canal interno de una cadena de hoteles caros, le condujo a una salita refrescada inmisericordemente por el equipo de refrigeración más eficaz del mercado.

-Tome asiento, por favor –dijo; y le señaló a Zurano un sofá hecho para pigmeos, en el que el detective se acomodó a duras penas. Quedó Zurano en una posición bastante poco airosa, las rodillas al ras de la nariz. Desde las alturas, la recepcionista le pidió paciencia con una entonación trabajada a golpe de venta telefónica, y luego le dejó a solas con sus pensamientos.

Todo en la sala estaba calculado para apabullar al eventual visitante. Desde la incómoda espera en el sofá liliputiense hasta las fotografías enmarcadas que mostraban a la alta dirección de la empresa doblando trabajosamente el espinazo frente al Príncipe Felipe (en una de ellas, incluso, la recepcionista, con sonrisa arrobada de cenicienta potencial, amagaba una coqueta genuflexión). Se puso Zurano en el lugar de un candidato que se postulase a un puesto en aquella casa y la sola idea le provocó un incómodo trasiego intestinal. Al cabo de un cuarto de hora, regresó la recepcionista-robot.

-El Sr. Mínguez ya puede recibirle.

Zurano siguió a la mujer por un laberinto de pasillos desiertos en los que reinaba un laborioso silencio. A juzgar por las apariencias, SOGENAL era una empresa que no necesitaba del concurso humano para funcionar. Por un momento, imaginó Zurano el organigrama: Mínguez a los mandos de una gigantesca y fría máquina llena de lucecitas parpadeantes y la recepcionista faldicorta poniendo una dosis mínima y calculada de sonrisa.

Al llegar frente a una puerta pensada para recordar a la del dormitorio de un sátrapa, la recepcionista dejó solo a Zurano.

-Pase sin llamar –dijo, y le abandonó a su suerte alejándose con pasitos de monja.

El detective tragó saliva y empuñó el picaporte que cedió con la facilidad de un objeto situado en condiciones de ingravidez. Zurano empujó la puerta y traspuso el umbral para encontrarse en una salita en la que (Oh, sorpresa) le esperaba una mujer de unos cincuenta años que desplegó ante él una sonrisa franca realmente agradable, importada directamente desde los tiempos en los que la gente aún sonreía por pura amabilidad.

-Buenos días, Señor Zurano. El Señor Mínguez le está esperando. Pase por aquí ¿Un café?

El detective logró articular una negativa cortés. Desenvuelta, la dama abrió una puerta panelada y se dirigió al interior:

-Heliodoro, el señor Zurano.


Próximo capítulo: Partido de tenis entre mancos

1 comentario:

  1. Me está gustando mucho tu novela. Cada viernes logras dejarnos ahí esperando al siguiente.

    Un abrazo

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