Diecinueve: Inversiones



ANTONIA LOPETEGUI PASÓ POR DELANTE DEL ANUNCIO DE UN BANCO  que le ofrecía una vida mejor. Estaba tan acostumbrada a verlo que no reparó en el futbolista que, vestido de proxeneta, le tendía desde él un ordenador portátil que la mujer no sabía usar.


Antes de entrar al bar, Antonia se miró maquinalmente en la luna de un escaparate, se arregló un poco los rizos que se había hecho ella misma en casa y, decidida, abrió la puerta y se dirigió a la única máquina tragaperras del local. El camarero, un hombre bueno, la miró con el aire triste de quien observa la perdición de alguien a quien se tiene afecto pero a quien se considera insalvable y luego, le sirvió al hombre acodado en la barra el cortado que le había pedido.

Mientras sorbía despacio el líquido hirviente, Carlos observó cómo la mujer iba dándole de comer al monstruo de apariencia amable su paga de limpiadora. Los movimientos frenéticos, crispados, los ojos inexpresivos como los de una pescadilla que hubiera estado demasiado tiempo presa en una cárcel de hielo. Luego, se miró a sí mismo en el espejo del bar y le pareció advertir una extraña afinidad. De hecho, se miró tanto tiempo, fijamente, sin parpadear, que al final tuvo la sensación artificial de estar contemplando la cara de un desconocido. Un hombre joven, marcado ya para el derribo. Le acometió un acceso de tierna autocompasión que no tuvo fuerzas para rechazar.

El camarero miraba la televisión desde la que un político autonómico se quejaba de la estricta dieta presupuestaria a la que el Gobierno central había sometido a su covachuela. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que el político estaba intentando achacarle a otro los resultados de su incompetencia.

Pensó Carlos que los políticos eran un caso monstruoso de ese tipo de personas que, a fuerza de repetirlas, termina por creer sus propias mentiras; y deseó ser un miembro de esa casta privilegiada de esquizofrénicos. No tener perpétuamente delante de él la evidencia manifiesta de que, poco a poco, en contra de su voluntad pero de una manera inexorable, se había metido en un agujero del que le iba a ser muy difícil salir.

Con la música monótona y embrutecedora de la tragaperras como fondo, Carlos pensó en sus hijos, que ignoraban todavía que su padre era un fantasma. Una construcción con la misma entidad que el mundo aséptico y virtual desde el que el futbolista ofrecía un cielo potencial de intereses bajos y regalos bancarios inútiles. Pensó en su mujer, esa alienígena con la que, en momentos puntuales, compartía rutinas, habitaciones, cuentas, fiestas de colegio, navidades, cumpleaños, pero a la que no conocía ni quería conocer. Se acusó por enésima vez de la única debilidad que se había permitido durante todos aquellos años y dio el último sorbo al café cortado antes de pedir la cuenta.

El camarero se acercó a la caja registradora y tecleó unas cuantas cifras, la máquina vomitó una tira de papel impreso, pagó Carlos dejando una generosa propina y luego se quedó quieto durante un instante. Sorprendido.

Antonia Lopetequi también se había quedado quieta mirando una pera, un melocotón y un símbolo de Cirsa. Por la cara gastada y grisácea le corrían dos gruesos lagrimones.



EL HOMBRE ATRAVESÓ UN PARQUE envuelto en el olor espeso y dulzón de ciertas plantas de jardín y llegó frente al edificio que le había indicado el navegador de su teléfono móvil. Llamó al portero automático y esperó un rato que le pareció eterno hasta que una voz de hombre le contestó. Se identificó y la puerta, metálica y pesada, cedió mientras sonaba un timbre áspero.

Cuando se cerraba tras de sí, un portero parapetado tras un escritorio antiguo de estilo castellano le indicó dándole unos buenos días quedos un artificio arquitectónico detrás del cual se escondía la puerta del ascensor. Carlos saludó también en voz queda y se lanzó a las interioridades de aquel edificio que, de alguna manera, le resultaba tan desazonante como si hubiera sabido con certeza que en él había vivido un suicida o se había cometido un crímen atroz.

Al llegar al tercer piso, las puertas del ascensor se abrieron y Carlos vio a un hombre de su misma edad al que tardó aún unos momentos en reconocer. Zurano trató de sonreir sin abandonar su aire profesional y Carlos, súbitamente, enrojeció.

Le condujo el detective hasta su oficina y, antes de sentarse, le ofreció un café, que el otro rechazó educadamente. Pasaron aún unos momentos hasta que Carlos se acostumbró a aquella situación que, para él, tenía tanto de extraña como de convencional.

Zurano le miró en silencio, indudablemente complacido por lo que veía, pero sin dejar que se transparentase nada más que una relajación que tenía por objeto hacer que su interlocutor recuperase la confianza suficiente para explicar por qué había mandado un mensaje a las doce de la noche pidiéndole una cita para la primera hora del día siguiente.

Lo hizo Carlos y, armándose de valor, dijo:

-Ayer supe que usted había estado en la empresa que dirige mi padre...SOGENAL...Para buscar a una persona.

-José Rubio.

-¿Puedo saber por qué?

-Una persona cercada a él está interesada en saber su paradero.

Carlos suspiró, visiblemente angustiado.

-Yo también, señor Zurano. Créame.

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