Veinte: Ron con Coca-cola


No tuvo tiempo Zurano de hacer la broma que le vino a los labios a propósito de cuánta gente, súbitamente, estaba interesada en conocer el paradero de José Rubio. Empezando por su novio y terminando por aquel guapo desconocido cuyos ojos se clavaron un instante en él para después terminar anegados en un mar de lágrimas.
 

Dejó el detective que Carlos llorase a gusto, a medias porque no se le ocurrió otra cosa que hacer y a medias porque entendió que aquella era la única manera de conseguir que, al final, el hombre se explicase. Durante los diez minutos que duraron los desvalidos sollozos del hombre, un llanto casi animal, Zurano se quedó todo lo quieto que pudo, la mirada posada sobre la muñeca de su interlocutor. Tuvo mucho tiempo para estudiar el elegante arranque de la mano, la esfera negra del carísimo reloj de pulsera, la tela lujosa, algo rígida, del puño de la camisa. Por fin, pasado un rato, el detective se levantó, puso la mano suavemente sobre el hombro del pobre guiñapo en el que Carlos se había convertido y le ofreció agua. El otro, aceptó. Volvió Zurano a los pocos momentos con un vaso barato, de Duralex, que depositó sobre su escritorio.

Carlos dio un trago y luego se deshizo en disculpas. Le tranquilizó el detective.

-En esta oficina llora mucha gente. Claro, que después de ver la factura.

Sonrió Carlos y el detective se sentó detrás de su mesa. Aquel gesto hizo que Carlos recuperase medianamente la compostura.

-Para mí han sido unos meses muy difíciles...Espero que me perdone, pero desde que José Rubio...Jose se ha portado conmigo como...Como un hijo de puta.

-Me temo que, cuanto más voy sabiendo del señor Rubio, más me inclino a pensar que tiene un concepto digamos personal de la decencia. Quizá mi búsqueda se termine convirtiendo en una investigación para un colectivo de damnificados.

El detective buscó de nuevo los ojos de Carlos, y pensó que eran todavía más bonitos después del llanto. De hecho, se le ocurrieron unas cuantas comparaciones cursis que no hicieron más que horrorizarle. Pronto, sin embargo, el relato de Carlos atrajo su interés. Por más de una razón.

La tarde que, a la postre, terminó por ser trascendental para la vida de los dos, había empezado sin mayores incidentes. Una cena de navidad absolutamente igual que las otras dieciocho que la plantilla de SOGENAL había compartido antes. La celebración navideña parecía ser un hito anual en el estilo de gestión de la empresa, apegado a los más sólidos modelos patriarcales. El director general, munífico paterfamilias, había reunido a sus empleados en un asador situado en un ignoto polígono industrial de la sierra madrileña. Para que nadie tuviese nada que objetar a una abundante ingesta alcohólica –único medio que los empelados tenían de sobrellevar el clima tóxico de camaradería fingida y bromas cargadas sobre diferentes aspectos laborales- el director general había fletado un par de autobuses  que, terminado el ágape, cubrirían una ruta enlazada con diferentes transportes públicos.

El programa siempre era el mismo. Cena, sorteo de regalos y un par de canciones en playback preparadas por un equipo de voluntarios forzosos ansiosos de hacer méritos. El baile hasta la madrugada cerraba una noche en la que, forzosamente había que estar.

-Mi padre tiene una manía absurda por la cena de navidad. Todos tienen que ir a ella –había explicado Carlos- a aquellos miembros de mi equipo que ponen una excusa para no asistir, yo les indico que, a no ser que se trate de una operación inaplazable a corazón abierto, traten de posponer lo que sea.

Aquella noche, según el relato de Carlos, José Rubio había estado sentado a pocas plazas de él. Parecía un poco desconectado.

-Llevaba muy poco tiempo en la empresa para haber hecho amistades. SOGENAL es como un pueblo. La gente termina haciendo grupitos. Mi padre los odia pero supongo que él mismo ha instalado en la empresa  una cultura en la que se persigue al culpable por pequeño que sea el delito. Tener a alguien que te tape es el único medio de sobrevivir.

Zurano se dio cuenta de que Carlos había dicho aquello con la lucidez de quien comprende que cierto grado de perversidad es imprescindible para que cualquier organización sobreviva.

“Vamos, pensó el detective, eres demasiado guapo para haber dejado de creer en la bondad de los desconocidos”.

Carlos continuó haciendo de aquella noche como si estuviese hojeando una colección de fotografías antiguas. Las mujeres recibieron maquillaje caro, los hombres puros habanos (uno de los cuales se fumó el fundador de SOGENAL); los obreros alternaron con las secretarias, las parejas –prohibidas por el fundador- que había en la empresa hicieron lo posible por ignorarse. Carlos se esforzó por disimular que notaba las miradas insistentes que José Rubio le había estado dedicando toda la cena.

Llegado un momento, las luces de la sala bajaron y, por los altavoces, empezó a sonar una serie clásica de rumbas. Las visitas a la barra libre menudearon bajo la atenta mirada del fundador de SOGENAL que siguió fumando hasta que, a la una de la madrugada, juzgó oportuno retirarse. A partir de ese momento, Carlos notó, confuso, asustado pero, según pensó Zurano, indudablemente complacido, cómo José Rubio se iba acercando cada vez más para terminar bailando sólo frente a él. Llegado un momento, Rubio, por encima de la música, le preguntó si quería algo de beber. Carlos asintió. Los dos acudieron a la barra.

-Pedimos dos rones con coca-cola.

Zurano estuvo seguro de que los habían apurado deprisa, mirándose a los ojos con una insistencia que no dudó en calificar para sí de dolorosa.

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