Dieciocho: Alaska



Cuando Zurano abandonó el VIP´s tuvo que reconocer que se encontraba más confuso que al principio. La noche estaba fresca pero la temperatura era agradable, así que decidió regresar a su casa andando. Al doblar una esquina cercana al paseo de la Castellana, llamó su atención un corrillo de gente del cual salían risitas histéricas y destellos de flashes. Se acercó Zurano disimuladamente para ver que, en el centro del grupo, estaba la cantante Alaska, figura de cera de sí misma, posando con una resignada paciencia para diferentes retratos hechos con variados dispositivos electrónicos.
 
Zurano admiró divertido el espectáculo, convencido de que la cantante aceptaba aquello como uno de los inconvenientes generados por la popularidad. Los fans no cesaban de parlotear a propósito de los logros profesionales de la artista mientras, en una relativa lejanía, los acompañantes de Gara observaban la escena también resignados, con aire de payasos tristes por haber perdido la atención de un bullicioso público infantil.

Llegado un momento, Alaska decidió dar por terminada la sesión de fotos. Llamó cariño a un par de circunstantes, se dejó besar y se abrió paso entre el grupo, alejándose con un bamboleo de caderas muy en su papel de mujer rellenita y de baja estatura que ha conseguido reivindicar un modelo estético alejado de aburrida convencionalidad

Zurano se quedó mirando a los fans los cuales, durante un momento, privados de la visión de su ídolo, no supieron bien qué hacer y luego se lanzaron a comprobar los resultados de su acción fotográfica en los diminutos displays de sus dispositivos electrónicos.

El detective se metió las manos en los bolsillos de la cazadora sintiendo dentro de sí un ligero pinchazo del viejo dolor por su incapaz de formar parte de grupos o de respetar las idiosincrasias. Se preguntó amargamente divertido “¿Qué clase de gay eres tú que no te gusta Alaska? Si hasta piensas que Madonna terminará convertida en una patética vieja danzante...Debería darte vergüenza”.

Se echó a reir para sí mismo mientras, frente a él, un torrente de tráfico se desbordaba de un semáforo anclado en la noche.

Quizá José Rubio también era también una de esas personas reacias a encajar en ningún estereotipo. Cuanto más sabía de él, Zurano tenía la sensación de estar caminando por el aura luminosa que rodea a los agujeros negros. Las opiniones sobre José Rubio eran tan contradictorias que difícilmente podían casar. ¿Quién era de verdad la persona que estaba buscando? ¿El marido de su amigo, preso en una vida convencional de juegos dominicales con el ordenador y aburridos cruceros por el Nilo? ¿El empleado incompetente mantenido durante un año entero en su puesto por alguna extraña razón? Recapitulando, también comprobó que seguía igual de a oscuras que al principio sobre la causa de la desaparición de Rubio. Lo que sí quedaba claro es que había sido un acto preparado concienzudamente al objeto de borrar todas las pistas posibles.

“Quién sabe durante cuánto tiempo perfiló el plan...”.

Zurano pensó en José y en su marido. Dos vidas que discurrían juntas en apariencia pero en realidad separadas por un secreto del que sólo uno de los dos tenía la clave.

Callejeando en dirección a la calle Hortaleza, Zurano se topó con una máquina de limpieza del ayuntamiento que, como un animal extraño, pasó a su lado sembrando el espacio de un sonido siseante y cansado. Sintió el detective como una carga la vejez de los edificios, las pintadas, la soledad de los escasos peatones que caminaban despacio por las aceras, los fluorescentes de los bares, la  dura iluminación de las tiendas de los chinos que le pareció ver llenas de adolescentes envejecidos tratando de comprar un trozo de eternidad sintética.

Pensó en Alaska, en Madonna, y en su promesa de un presente eterno en el que la tecnología y los bisturíes podrían parar la riada destructora e inclemente del tiempo. Y añoró estar cerca del mar. De algún mar frente al que poder tomarse unas vacaciones de sí mismo.

El teléfono móvil vibró en el bolsillo justo frente al oscuro portal de su casa. Lo sacó del bolsillo. Había dos mensajes: uno de Javier, diciéndole que le quería y otro de un remitente desconocido. Miró el dominio: Sogenal.es. Y casi le dio un vuelco el corazón al abrir el correo y ver la firma: Carlos. Sólo Carlos. Y le pedía una cita urgente.

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