Diecisiete: la suerte está echada





Cuando Carlos Mínguez miró el reloj se dio cuenta, escandalizado, de que eran casi las diez y media de la noche. Levantó los ojos un momento de las hojas en las que, según su costumbre, había impreso las largas listas de datos que SOGENAL necesitaba para su correcto funcionamiento y, a través de las mamparas de su despacho, observó la oficina desierta y a oscuras.
Le gustaba aquella hora.


A veces, remedando un juego al que solía entregarse en su infancia, pensaba que el mundo había sido deshabitado de manera súbita por una explosión nuclear de la que él era el único superviviente. Le gustaba fantasear con la idea de los lugares en los que su vida se desarrollaba normalmente desiertos, abandonados, por siempre pacíficos como las profundidades de un acuario gigantesco. Aquel día, sin embargo, al mirar el reloj, pensó en sus dos hijos pequeños. Un chico y una chica a los que, a regañadientes, había accedido a llamar Rodrigo y Jimena. Miró las fotos que tenía sobre una mesita auxiliar con cariño, como si las viese por primera vez. Reconoció en el niño su misma mirada infantil, algo miedosa y en ella la forma de los ojos, el vigoroso trazo de las cejas. Hizo el esfuerzo de imaginar cómo serían de adultos y de pronto se dio cuenta de que, el hacerlo, le suponía un dolor recóndito. Quizá el de reconocer la rapidez del tiempo escurriéndosele entre los dedos, la prisa con la que todo camina hacia el ocaso final.
Carlos Mínguez leyó en estos pensamientos melancólicos el signo inequívoco de que era hora de apagar el ordenador y marcharse a casa, a encontrarse con aquella desconocida a la que, delante de los demás adultos, llamaba su mujer.
Dos clics devolvieron a la máquina a un silencio que no había abandonado desde las diez de la mañana e introdujeron más profundamente al hombre en su soñada paz postnuclear.
Los adultos…Carlos Mínguez no se sentía cómodo en el mundo de las personas mayores y había abandonado con sumo pesar la inocencia de la infancia. Hombre noble, se llevaba mal con las medias verdades, con las hipocresías, con las fronteras ocultas y siempre peligrosas, que él imaginaba como la materia prima del mundo en el que vivían las demás personas de su edad. Le disgustaba contemplar los pequeños y ruines espectáculos que diariamente le ofrecía la comedia humana, las mezquindades que se veía obligado a presenciar todos los días. Se le clavaban en el alma, le agredían y por eso procuraba mantenerse alejado de ellas todo lo que le era posible.
Toda aquella telaraña de maldades pequeñas y grandes representaba para Carlos Mínguez el mundo de su padre, el mundo de SOGENAL, el altar en el que su padre había sacrificado todo lo que él estaba perdiéndose de la vida de sus propios hijos. Aquella empresa, sus quinientos empleados, habían convertido a Heliodoro Mínguez en un ser moralmente informe, perpetuamente dictatorial, frío, falto de compasión, duro pero a la vez enormemente frágil. Carlos Mínguez se había jurado mil veces que aquello no le pasaría a él, que un día, el día menos pensado, cuando la situación llegase a ser realmente insoportable tendría el valor de dejarlo todo y marcharse. Sin violencias, sin portazos. Solamente desaparecer. Disolverse en un silencio tan puro como el de la nieve cuando cae, o como el que llegase después de una explosión nuclear que hubiese hecho desaparecer a la Humanidad de la faz de la tierra.
El hombre cogió la americana azul marino del respaldo del butacón en el que consumía la mayor parte de sus jornadas laborales y pensó en la opinión que tendrían de él sus subordinados.
“Seguramente piensan que soy tonto…”. El típico niño de papá colocado a dedo en un puesto importante. Quizá lo fuera. Él sabía que, por ser hijo de su padre, le estaban permitidas determinadas cosas que nunca podrían disfrutar los demás. Pero, al mismo tiempo, la carga a veces resultaba casi sobrehumana.
Apagó la luz de su despacho y caminó a tientas entre los escritorios de los empleados que hacía horas que disfrutaban de vidas tan lejanas y extrañas para Carlos Mínguez como las de los miembros de una tribu de Africa Central. Con sus conversaciones sobre programas de televisión estúpidos, con su normalidad inconsciente de sí misma, con una verdad prosaica, la mayor parte de las veces rupestre, sin dobleces. Sin ocultaciones. Sin secretos.
Carlos alcanzó el corredor enmoquetado que llevaba al despacho de su padre, director general de SOGENAL. Sabía que aún estaría trabajando, incansable, maquinal. De pronto, pensó en su padre como en un ser profundamente desgraciado. Rico, pero incapaz de disfrutar de la vida. Con el sabor de la ceniza perpetuamente instalado en el paladar.
“¿No es ese el consuelo de los pobres?” se dijo.
El sonido de sus pasos sobre la moqueta de color burdeos le escoltó hasta la puerta de entrada del Sancta Sanctorum en donde Heliodoro Mínguez daba los últimos toques a una obra devoradora e inmensa. Llamó con los nudillos.
“Pasa, Carlos”, dijo su padre.
El hombre, joven, cansado, accionó el picaporte de la puerta y entró a la habitación. Su padre trabajaba a la luz amarillenta de una lámpara antigua y, de algún modo, desvencijada.
-¿Te vas ya? –preguntó el padre sin levantar los ojos de los papeles.
-Son las diez y media.
Por toda respuesta el viejo emitió un gruñido de significado incierto. Carlos giró sobre sus talones sin hacer ningún amago de gesto afectuoso. Su padre no toleraba que le tocasen. Cuando estaba a punto de salir de la habitación, Heliodoro Mínguez alzó la vista de lo que estaba haciendo:
-Hace unos días estuvo aquí un detective –dijo. Carlos sintió contraerse algo a la altura de la boca de su estómago- preguntó por él –continuó el viejo tras una pausa.
-¿Por quién?
-Por José Rubio. Espero que no hicieses ninguna tontería.
-No,no. No te preocupes –repuso Carlos Mínguez y, desde aquel día, supo que su suerte estaba echada.

3 comentarios:

  1. ¿porqué le gustaba aquella hora? no lo pillo.Un abrazo.

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  2. Hola: le gustaba la hora porque era la única en que estaba solo. A Carlos no le gustaba mucho la compañía de otras personas :-)

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  3. Hola!

    Me acabo de dar cuenta de que por un error de blogger la primera frase ha salido al final. Corrijo en un momento.

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