Trece: Segunda Parte

SEGUNDA PARTE


ERA ZURANO UN FIRME CREYENTE en las ventajas de ser su propio jefe. La principal de las cuales le parecía que era entrar y salir del despacho que le servía de oficina sin que nadie le controlase.
Estaba este situado en una calle tranquila de una zona de Madrid que había sido, durante la dictadura, un barrio de casas militares. De los tiempos castrenses quedaban las viviendas homogéneas, de arquitectura algo árida, las huellas aún visibles de algún atentado terrorista y una población de brigadas jubilados vigilada con aire soñoliento por una legión de canguros sudamericanas.
Dado lo irregular de sus ingresos, el detective había decidido compartir cubil con un joven tiburón que se dedicaba a comprar negocios heridos de muerte por la crisis, y con una abogada especialista en ese tipo de casos que garantizan un número de horas de trabajo no retribuido. Ni al tiburón ni a la letrada los veía mucho Zurano (y, por suerte, tampoco se veían entre sí) y así se hacía la ilusión de que el piso de regular tamaño, que había sido la residencia familiar de un sargento del Ejército del Aire, le pertenecía solo a él.
Durante sus largas horas de soledad gustaba el detective de imaginar cómo habrían sido los habitantes anteriores de la casa y, a base de inventar historias sobre ellos, había llegado a considerarlos algo así como fantasmas familiares. A esto ayudaba que el piso, aún después de haber pasado por las manos de un par de inquilinos, guardaba aún restos de su correcto pasado militar.
A veces, aparecían vasos desparejados en la cocina, cromos sueltos en los que los futbolistas del Mundial de 1982 siempre tenían aspecto de guerrillero kurdo, alguna receta amarillenta del Instituto de Salud de las Fuerzas Armadas que, doblada en cinco o en diez durante décadas, había remediado la cojera de un austero mueble castellano.
La habitación que el detective ocupaba había sido, en otra vida, un cándido dormitorio infantil. A veces, algún fragmento de pintura decidía abandonar su estéril lucha contra el deterioro y caía al suelo desvelando un trozo de papel pintado rosa pastel.
El detective había colgado en las paredes un par de diplomas enmarcados y alguna fotografía en la que se le veía serio y correcto, recogiendo un premio cuya naturaleza había dejado de recordar. Sobre el escritorio, comprado en una cadena sueca de muebles para pobres, un ordenador portátil conectado a internet, un bote de instrumentos de escritura pensados para un escolar feliz y un cuaderno barato en el que hacía dibujos y tomaba notas cuando hablaba por teléfono. Frente a él, ocupando prácticamente todo su campo visual, una estantería llena de tomos dedicados a materias profesionales y algunas revistas pornográficas camufladas, regalo de un ex novio impúdicamente aficionado a los placeres clandestinos.
Miraba Zurano por la ventana, intranquilamente sumergido en la soleada paz de un patio interior en el que solo verdeaban algunas mortecinas macetas de geranios.
Perdida la esperanza de encontrar algún rastro de José Rubio en los lugares que frecuentaba, falto de ningún hilo del que tirar, su mente daba vueltas alrededor del mismo puñado de datos. La salida hacia un trabajo que había dejado hacía meses, el ordenador absolutamente expurgado de cualquier información pero, sobre todo, la gran anormalidad que, presentía el detective, se escondía detrás de la fachada anodina de una vida aparentemente como las otras.
¿Quién era José Rubio? En la respuesta a aquella pregunta residía toda la clave del enigma. Zurano sabía por experiencia que nadie desaparecía sin dejar rastro porque el ser humano mantiene la inercia de permanecer unido  al nebuloso reino de la costumbre.
“La vida, se dijo el detective, tiende a permanecer siempre en el mismo estado. Nada cambia. Mejor: nada quiere cambiar”.
Zurano también tenía el presentimiento de que Rafa no había sido totalmente sincero con él. Quizá porque no estaba en condiciones de serlo. Cabía la posibilidad de que, como sucede frecuentemente, Rafa hubiera sustuido a la persona con la que desayunaba y cenaba todos los días por una versión tan irreal como manejable que satisficiese mejor su necesidad de tenerlo todo bajo control. Si era así, si José Rubio era solo un fantasma hecho de retazos que su amigo había ido cosiendo a lo largo de los años, ¿Por dónde empezar?
Zurano suspiró. La casa estaba vacía y silenciosa. Apretó un botón del ordenador. La máquina despertó lenta, trabajosamente. También en su memoria reposaban elementos desconocidos, peligrosos, a los que no se podía acceder sin llevarse por delante piezas de maquinaria virtual indispensables para su correcto funcionamiento. Programas espía, publicidades engañosas que saltaban al visitar determinadas páginas dudosas, virus cuyo único fin era ralentizar la marcha del aparato hasta hacerlo completamente inservible.
“Exactamente como una vida”
Próximo capítulo: There´s no business like show business

3 comentarios:

  1. Sabe a poco ,pero esperaré pacientemente el próximo capítulo.Un abrazo.

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  2. Me he leído todas las entradas, y me ha gustado lo que llevas escrito. Está muy interesante. Felicidades.

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  3. Hola a las dos:

    Gracias por vuestros comentarios.

    A Lolibel: Ya tienes un capítulo. Cortito, pero es que es mejor dejar con ganas jejeje.

    A Doctora Anchoa: Muchas gracias. Me alegro mucho de que te haya gustado. Si ha sido así, hazte seguidora, mujer :-) Siempre hace mucha ilusión saber que alguien te lee.

    Saludos

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